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22 de diciembre de 2004

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A viudas,
a deudos,
a niñas sin padre,
a almaceneros, a dueños
de emporios comerciales devastados, a capitanes
de fragatas encalladas,
a la lavandera,
a quienes tenían esas parrillas
en la ruta vieja,
a esa clase de hombres desesperados,
a amas de casas modernas,
a amas de departamentos con cochera,
a sus sirvientas
con cama adentro,
con cama afuera,
en el patio
de sus casillas de chapa con antena,
a los empleados que trabajan con mi tío
en ese magnífico edificio
hecho de papeles e hilo y cartón viejo
y granito coronado por la piedra
que el señor cingolani esculpía
cuando se cayó y lo dieron por muerto.

A esos seres tristes
que andaban sueltos por la calle
con ojos de perro
y pelo de angustia y bocas
como ríos desbordados.
Al hombrecito de las piernas de plástico
que vivía en su triciclo.
A todos
los voy agarrar cuando pase
con la fuerza del oso pardo
y les voy a lamer la frente
brillante y cruda.

Si soy oso mis pelos
así
revueltos, oscuros
y las garras
de alfileres gruesos sin cabeza,
como espinas de pez globo,
los dientes
como ramas,
erguido sobre mis patas traseras,
resbalando
en los últimos bocados,
pegadas en los colchones de las manos
las plumas y la sangre
de algún ave.
Un faisán, por ejemplo, un flamenco.
al que le caí encima
con la sorpresa de los timbres.

A todos.

Soy el oso. Una tormenta,
y los aullidos
son truenos y los relámpagos,
esos destellos en los ojos que dicen
la pregunta: ¿cómo es posible
que me estén devorando?

Lástima que el tiempo no es
primavera de vivaldi
ni alfalfa
ni vereda, ruido, ni siquiera
el invierno polar.
¡Lástima que no soy un oso polar!

No he de flotar en nada.
Ninguna canoa va a chocar
con mi cabeza.
No voy a comer salmón.
No voy a beber
de la boca de la tundra.
Esa agua helada hubiera sido
un juego para mí.
Me hubiera ido
al polo magnético del mundo.
A morirme de hambre.
Como los animales ofendidos.

No.
He de devorar.
Soy un oso pardo.
Un gigante de madera.
En la lengua tengo espuma de jabón,
salivas mezcladas con la humedad ambiente
y con la de los patios.
Para dormir pongo los cachetes
contra las grietas de las paredes de piedra
que huelen a musgo y naftalina
Y cuando muera
he de hacerlo lacerado por la uña
de cualquier dolor común
como si esa uña fuera
una bala ordinaria de escopeta.

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